Por Bernardo Cabezas Valenzuela, Patricia Estay Mena y Ángela Rocco Soto, académicos de la Universidad Santo Tomás, especialistas en inclusión educativa y políticas públicas
La reciente noticia de un estudiante con Trastorno del Espectro Autista (TEA) que agredió a su profesora en Trehuaco remeció a la opinión pública. Las redes sociales se llenaron de juicios apresurados, desinformación y discursos de odio. Se habló de “alumnos peligrosos”, de “niños que deberían estar en escuelas especiales”. Muy pocos se detuvieron a preguntar qué llevó a ese joven a ese punto. Y aún menos, qué se hizo —o no se hizo— antes de que ocurriera lo inevitable.
Las cifras de la Superintendencia de Educación son claras: las denuncias por agresiones físicas en establecimientos escolares se han triplicado en los últimos cinco años. No solo se trata de estudiantes hacia docentes. También hay violencia de adultos hacia niños, muchas veces silenciada, normalizada o relativizada.
El 80% de los conflictos escolares no responden a una sola causa. Detrás hay contextos de exclusión, negligencia institucional, abandono emocional o falta de apoyo profesional. En el caso de estudiantes neurodivergentes, como quienes tienen diagnóstico TEA, esa vulnerabilidad se multiplica.
El Trastorno del Espectro Autista no equivale a violencia. No la justifica ni la determina. Pero sí implica una forma distinta de percibir, procesar y reaccionar frente al entorno. Según lo informado, el estudiante agresor en este caso no contaba con un Plan de Apoyo Individual (PIAI), ni con acompañamiento especializado. Asistía a clases como cualquier otro, pero sin las condiciones mínimas de inclusión que exige la normativa vigente.
El Decreto 586 existe. Las escuelas lo conocen. Los formularios se llenan, los ajustes curriculares se realizan, se rinden informes. Pero la inclusión real no ocurre en un papel. Ocurre en las aulas, en los patios, en los pasillos. En esos espacios donde habitan niños que no encajan en los moldes predefinidos del sistema educativo tradicional.
La inclusión, en demasiados casos, se ha transformado en un trámite. Un protocolo. Una lista de chequeo que simula cumplimiento, pero que no transforma realidades. No acompaña. No protege. No forma comunidades educativas que entiendan, respeten y abracen la diversidad.
No hay cultura inclusiva consolidada. No hay formación docente profunda y sostenida. No hay voluntad política suficiente. Lo que sí hay son discursos públicos, documentos, exigencias. Pero también hay abandono. Y ese abandono genera dolor. A veces, incluso tragedia.
Frente a ese vacío, las escuelas improvisan. Se autoforman. Buscan información en internet. Hacen talleres con lo que tienen. Construyen a pulso lo que debería estar garantizado como política pública. La pregunta no es si queremos inclusión. La pregunta es por qué seguimos dejándola caer en manos solas. Sin infraestructura. Sin equipos multidisciplinarios. Sin recursos adecuados.
La inclusión no puede seguir siendo un acto de heroísmo cotidiano. Tiene que ser un derecho garantizado. Un compromiso compartido. Una política viva. No una obligación muerta. Si no estamos dispuestos a sostenerla con todo lo que implica, entonces no estamos haciendo inclusión. Estamos simulándola.